martes, 1 de julio de 2008

Jazz Mexicano



Jazz Mexicano: una piedra en el zapato
Hablar del jazz mexicano provoca todo tipo de reacciones dependiendo del círculo en el que se aborde el tema.
Entre los músicos, está de moda ser jazzista; existe una misteriosa reverencia y un extraño respeto hacia aquellos que se jactan de ser profesionales del jazz, veneraciones asociadas al virtuosismo que, se asume, debe tener todo aquel que se declare ejecutante de jazz.
Entre los críticos especializados predomina un optimismo excesivo ante la profusa producción discográfica que este género ha aportado en la última década.
Entre los empresarios y promotores de conciertos, el jazz ya es un negocio rentable, sobre todo si se le pone de fondo una escenografía sofisticada y cool, atractiva para los nuevos yuppies que proliferan en las grandes ciudades.
Incluso para las academias de música el jazz ya es un tema interesante; bien vale la pena replantear sus metas académicas si al incluir la palabra “jazz” su estatus se eleva y, con este, las colegiaturas.
Tratando de ir un poco más lejos con esta incipiente reflexión, apunto:
Es cierto que existe una gran producción discográfica de artistas asociados directa o indirectamente con el jazz; es impresionante ver cuántos discos se graban al año, cuántos músicos se lanzan a la aventura de producir sus propios discos, y aquí vale la pena abrir un paréntesis para mencionar uno de los factores clave en esta imparable producción discográfica: los avances tecnológicos en materia de audio digital, los cuales han permitido que, prácticamente, cualquier persona pueda tener su propio estudio en casa y logre, con una mínima preparación, afrontar con mayor o menor fortuna el proceso de grabación de un disco.
Sin embargo, ¿es un buen síntoma el hecho de que aparezcan, hoy más que nunca, discos de jazzistas mexicanos? No necesariamente.
¿Por el simple hecho de traer la etiqueta de “jazz” estos discos son una garantía de calidad musical y alto valor artístico? Definitivamente no.
Hace unos días hablaba sobre este tema con un amigo músico y reflexionábamos sobre los peligros que implica el hecho de producir discos tan fácilmente; es una gran tentación contar con unos cuantos miles de pesos en la bolsa y 12 temas regulares, porque eso significa que, si uno es aplicado en este negocio, se puede tener un disco en el mercado en menos de 3 meses. Esto se contrapone al protocolo antiguo, en donde el proceso de preproducción era muy importante y se valoraba distinto la oportunidad de meterse al estudio de grabación por lo complicado y costoso que resultaba. Ventajas y desventajas que nada tienen que ver con el adagio que indica que todo tiempo pasado fue mejor.
Y volviendo al tema, discos van y discos vienen año tras año, desafortunadamente, y salvo notables excepciones, la mayor parte de ellos no abonan a favor de eso que llamamos jazz mexicano; mes con mes escuchamos discos de reciente lanzamiento carentes de rigor en el uso del lenguaje jazzístico, pobres en el sonido individual y grupal logrado, sin una postura estética, por más conservadora o experimental que esta pueda llegar a ser, que nos permita descubrir a un artista detrás de ese ejecutante que hace desesperados malabares en su instrumento.
¿Y qué sucede con los medios? Algo muy similar a lo que sucede con los músicos: no existe una formación integral que les permita ser rigurosos a la hora de hacer su trabajo. De vez en cuando me sorprendo al leer las reseñas de reputados críticos que un día hacen pedazos a un buen disco y al siguiente dejan a las puertas del cielo el desconcertante trabajo de algún artista que le simpatiza o, peor aún, que le agrada. Ambos ejercicios críticos son realizados hablando de cosas tan poco concretas y subjetivas como la fusión, el lenguaje o los códigos, cualquier cosa que eso signifique.
¿Exactamente a qué me refiero cuando hablo de falta de rigor en el ejercicio de músicos y críticos?
Para abordar este inquietante asunto debo referirme a la forma en que funcionan ciertos elementos de la industria del jazz en los Estados Unidos -cuna de este género-, y no me refiero a elementos de infraestructura, tampoco me refiero a la terrible desproporción entre los sueldos que ganan aquí y allá los músicos que se dedican al jazz; lo que quiero robarme momentáneamente de la escena gringa es el profesionalismo con el que asumen su participación músicos y críticos.
Un buen músico de jazz del vecino país norteño asume su papel llevando a la práctica un ejercicio de elemental congruencia: conocer el lenguaje con el que trabaja. De esta forma, es muy complicado escuchar a un buen jazzista estadounidense cometer faltas de ortografía al componer o arreglar y errores de pronunciación al tocar; normalmente su lenguaje armónico es vasto y consistente, y si uno escucha a un ensamble de jazz, más allá de si su propuesta nos resulta o no interesante, podemos escuchar un diálogo sofisticado producto del dominio del lenguaje que se utiliza. Un solista que improvisa demuestra su nivel con el respeto que le tiene a las sugerencias rítmicas y armónicas, a los colores tímbricos y a las dinámicas que los acompañantes le ponen sobre el escenario.
Un buen crítico de jazz en los Estados Unidos habla con propiedad del trabajo armónico de un artista o de un grupo, analiza a fondo su sonido sumergiéndose a veces en asuntos de tecnología y de acústica, se refiere al fraseo, al manejo de las dinámicas, al discurso y a los recursos de los improvisadores, al trabajo de composición. Es decir, hace su tarea; no importa si para eso tienen que tomar clases de apreciación musical, un curso de entrenamiento auditivo o de plano un taller de armonía; sobra decir que no son pocos los críticos que tocan un instrumento, al menos como referencia para hacerse de mejores argumentos a la hora de escribir. Al final es claro que, con todo y la extensa preparación que pueda tener un crítico, lo más importante será su inteligencia y su sensibilidad para plasmar una opinión sólida y bien articulada. Un factor que se debe mencionar a estas alturas, y que juega en contra de la formación de una cultura del jazz, es el hecho de que no contamos con publicaciones especializadas en el género; las revistas de música existentes –que no son muchas, por cierto- abordan el jazz desde el punto de vista de un aficionado al jazz, es decir, comentarios superficiales, normalmente carentes de rigor y repletos de las personales ocurrencias del comentarista en turno. En la radio el jazz tiene un poco más de presencia pero igualmente encontramos en el micrófono a comentaristas aficionados al jazz con bonita voz, buen sentido del humor y elocuencia, pero con escasos fundamentos sólidos para convertirse en verdaderos promotores del género. Mención aparte en el tema de la presencia del jazz en la radio merece Roberto Aymes, pilar indiscutible del jazz mexicano quien, además de su prolífica carrera como músico, compositor, arreglista, director musical y empresario discográfico en el jazz, ha sostenido durante toda una vida su Panorama del Jazz que se transmite por Radio UNAM.
Ahora, tratando de aislar la problemática de la difusión del jazz en México, inevitablemente llegaremos al problema central: ¿Por qué tenemos tan pocos ejecutantes y compositores dedicados completamente al jazz? ¿Por qué muchos de nuestros jazzistas ejercen de lunes a miércoles y a partir del jueves tienen que emigrar al hueso?
Si de por sí se tacha de loco a aquel que decide consagrar su vida a la música, es necesario decir que ser jazzista -y debido a las condiciones a las que históricamente se han enfrentado esta clase de músicos en México - va contra cualquier razonamiento que pretenda darle lógica a semejante decisión. Y es que la elección de ser jazzista difícilmente pasa por un razonamiento lógico o un análisis profundo de las oportunidades profesionales que encontrará el músico de jazz en nuestro país; se trata más bien de una obediencia a lo que el corazón y los sentidos exigen; se trata de ser fiel a la naturaleza musical que el jazzista posee, la cual explota y se desarrolla irremediablemente cuando conoce a los de su especie.
Vayamos por partes, ¿a quién me estoy refiriendo cuando uso el término “músico de jazz”? Me refiero a aquellos músicos que han decidido vivir con el jazz de tiempo completo. Músicos que hacen verdaderos milagros para poderse mantener tocando únicamente la música que los mueve y los apasiona de verdad; eso implica multiplicar los esfuerzos y las horas de trabajo que tiene un músico “normal” para poderse generar los ingresos que les permitan tener un nivel de vida digno. Artistas en el sentido más idealista de la palabra, cuya única variante a su trabajo arriba del escenario jazzístico viene a ser la enseñanza, la transmisión desinteresada de sus conceptos musicales a las nuevas generaciones con el propósito principal de mantener vivo el espíritu del jazz.
No me refiero, definitivamente, a los músicos que usan el jazz como el pasatiempo de sus ratos libres solamente para demostrar que son músicos de verdad y darle de esta forma un estatus un poco más elevado a su condición de ejecutantes. Vale decir en este punto que, ante el público común y bajo la complicidad de una supuesta “improvisación”, cualquier músico con un buen nivel de habilidad en su instrumento puede pasar como jazzista por el simple hecho de subirse al escenario a hacer pirotecnia musical sobre una base propia de este estilo; recurso vacío y efectista que se vuelve predecible a los pocos minutos y que contrasta de inmediato ante la sensibilidad, el manejo coherente del lenguaje y los recursos sofisticados que un auténtico jazzista posee.
¿Cuál es la realidad de nuestros músicos de jazz? Las condiciones a las que se enfrentan estos músicos son muy duras. Primero tendríamos que hablar de los pocos espacios donde se abren las puertas para este tipo de música, los cuales no son los óptimos para su debida apreciación: restaurantes, galerías de arte, bares; sitios en donde se pretende “amenizar” la actividad principal con un poco de jazz que proporcione una atmósfera “fina” al lugar; normalmente en esta clase de sitios se hostiga permanentemente al músico con el nivel de volumen, siempre se está tocando a un volumen lo suficientemente ruidoso como para pedirle que le baje a su instrumento... aunque este sea un piano acústico. ¿Los sueldos? Cien, doscientos, trescientos pesos por una noche. A veces el dueño del lugar cree que es suficiente con servirle la cena al músico y “brindarle la oportunidad” de tocar jazz en su local.
Tristemente, se debe decir que podríamos contar con los dedos de las manos los sitios que se dedican exclusivamente a la presentación de jazz en vivo en las tres ciudades más grandes de nuestro país: Ciudad de México, Guadalajara y Monterrey.
Otro punto clave es el nulo interés de las compañías disqueras grandes, las trasnacionales, por editar material de jazzistas mexicanos. Las producciones independientes que nuestros músicos de jazz generan, desafortunadamente, se pierden en el anonimato que significa la distribución independiente. No es suficiente con vender los discos en el bar en el que se toca; no alcanza con hacer convenios con una tienda de discos para tener cinco copias perdidas en algún estante del almacén; tampoco basta con tocar estos discos a las 3:00am del martes en un programa de radio AM. El jazz necesita más, merece mucho más.
Por todo esto resulta importante que todas las personas que tengan el más mínimo interés hacia la música alternativa, especialmente hacia el jazz, apoyen este movimiento asistiendo a los conciertos de jazz y a los festivales que de este género se realizan año con año, informándose sobre el movimiento, adquiriendo los discos que con tanto esfuerzo producen los propios músicos y, sobre todo, dándole el sitio que el músico de jazz merece a lado de nuestros demás artistas; porque si el arte en general está en crisis, el jazz en particular está hundido entre el desinterés de la industria musical, el desdén del medio artístico y la indiferencia del público en general. Sólo con la participación de todos los que amamos la música será posible darle un lugar digno a este género que tan brillantes talentos le ha dado a la música mexicana.


jL